—¿Usted no cree en las apariencias, comisario?
—Me lo impide, precisamente, mi oficio. Si creyera en ellas, sería un pésimo policía.
—Y, entonces, ¿en qué cree?
—Pues… Por ejemplo, en lo que existe pero no vemos.
—¿Podría explicarse mejor?
Montalbano lo pensó un momento.
—¿Recuerda la famosa fotografía de la plaza de Tiananmén?
—¿La del joven que detuvo por sí solo un carro de combate? Sí.
—¿Lo ve, excelencia? Usted mismo, con sus palabras me demuestra que se ha dejado convencer por las apariencias.
El obispo lo miró sorprendido.
—Ha dicho que el joven «detuvo» un carro de combate. Pero en realidad el joven no estaba en condiciones de detener nada y el carro de combate no podía detenerse por su cuenta. Quien lo paró fue el soldado que lo conducía, al que no vemos en la imagen porque estaba dentro del vehículo. Bueno, pues a mi me interesa ese soldado invisible, pero existente, que en aquel momento, desobedeciendo la orden recibida, consuma un acto como mínimo igual que el del joven que estaba plantado delante del carro blindado.
—Se ha explicado usted a la perfección —dijo el obispo.
Tras un breve silencia añadió—: El final es lamentable, ¿lo sabía?
—¿El final de qué? —preguntó Montalbano, preocupado, pensando en otra ocurrencia de Enrico Toti.
—El de aquel soldado que conducía el carro de combate de la plaza de Tiananmén. Lo fusilaron casi de inmediato, no podían permitirse la insubordinación. Me informé sobre su suerte. Y con suma dificultad, como comprenderá, al cabo de mucho tiempo conseguí una respuesta. Así, pues, como ve, en aquella época tampoco me dejé llevar por las apariencias. Me interesaba y me interesa mucho, quizá un poco más que a usted, lo que existe pero no se ve.
—¿Usted no cree en las apariencias, comisario?
—Me lo impide, precisamente, mi oficio. Si creyera en ellas, sería un pésimo policía.
—Y, entonces, ¿en qué cree?
—Pues… Por ejemplo, en lo que existe pero no vemos.
—¿Podría explicarse mejor?
Montalbano lo pensó un momento.
—¿Recuerda la famosa fotografía de la plaza de Tiananmén?
—¿La del joven que detuvo por sí solo un carro de combate? Sí.
—¿Lo ve, excelencia? Usted mismo, con sus palabras me demuestra que se ha dejado convencer por las apariencias.
El obispo lo miró sorprendido.
—Ha dicho que el joven «detuvo» un carro de combate. Pero en realidad el joven no estaba en condiciones de detener nada y el carro de combate no podía detenerse por su cuenta. Quien lo paró fue el soldado que lo conducía, al que no vemos en la imagen porque estaba dentro del vehículo. Bueno, pues a mi me interesa ese soldado invisible, pero existente, que en aquel momento, desobedeciendo la orden recibida, consuma un acto como mínimo igual que el del joven que estaba plantado delante del carro blindado.
—Se ha explicado usted a la perfección —dijo el obispo.
Tras un breve silencia añadió—: El final es lamentable, ¿lo sabía?
—¿El final de qué? —preguntó Montalbano, preocupado, pensando en otra ocurrencia de Enrico Toti.
—El de aquel soldado que conducía el carro de combate de la plaza de Tiananmén. Lo fusilaron casi de inmediato, no podían permitirse la insubordinación. Me informé sobre su suerte. Y con suma dificultad, como comprenderá, al cabo de mucho tiempo conseguí una respuesta. Así, pues, como ve, en aquella época tampoco me dejé llevar por las apariencias. Me interesaba y me interesa mucho, quizá un poco más que a usted, lo que existe pero no se ve.